En el salón de clase había dos alumnos que tenían el mismo apellido:
Urdaneta. Uno de los Urdaneta, el más pequeño, era un verdadero dolor de
cabeza para la maestra: indisciplinado, poco aplicado en sus estudios,
buscador de pleitos. El otro Urdaneta, en cambio, era un alumno
ejemplar.
Tras la reunión de representantes, una señora de modales muy finos se
presentó a la maestra como la mamá de Urdaneta. Creyendo que se trataba
de la mamá del alumno aplicado, la maestra se deshizo en alabanzas y
felicitaciones y repitió varias veces que era un verdadero placer tener a
su hijo como alumno.
A la mañana siguiente, el Urdaneta revoltoso llegó muy temprano al
colegio y fue directo en busca de su maestra. Cuando la encontró, le
dijo casi entre lágrimas: “Muchas gracias por haberle dicho a mi mamá
que yo era uno de sus alumnos preferidos y que era un placer tenerme en
su clase. ¡Con qué alegría me lo decía mamá! ¡Qué feliz estaba! Ya sé
que hasta ahora no he sido bueno, pero desde ahora lo voy a ser”.
La maestra cayó en la cuenta de su error pero no dijo nada. Sólo
sonrió y acarició levemente la cabeza de Urdaneta en un gesto de
profundo cariño. El pequeño Urdaneta cambió totalmente desde entonces y
fue, realmente, un placer tenerlo en clase.
Las expectativas que abrigamos hacia una persona se las comunicamos y
es probable que se conviertan en realidad. Esto es lo que se conoce
como Efecto Pigmalión. Según la mitología, Pigmalión, rey legendario de
Chipre, esculpió en marfil una estatua de mujer tan hermosa que se
enamoró perdidamente de ella. Invocó a la diosa Venus, quien atendió las
súplicas del rey enamorado, y convirtió la estatua en una bellísima
mujer de carne y hueso. Pigmalión la llamó Galatea, se casaron y fueron
muy felices.
El mito de Pigmalión viene a significar que las expectativas,
positivas o negativas, influyen mucho en las personas con las que nos
relacionamos. De ahí la importancia de tener expectativas positivas de
nuestros alumnos. La capacidad de aceptar a los otros como son, y no
como quisiéramos que fueran, y de comunicarles dicha aceptación mediante
palabras o gestos, es tal vez la principal herramienta para producir
cambios positivos en el crecimiento y desarrollo de la persona.
Diferentes tests e investigaciones de Rosenthal han demostrado que
las expectativas de los maestros constituyen uno de los factores más
poderosos en el rendimiento escolar de los alumnos. Si el maestro tiene
expectativas positivas respecto a sus alumnos, se las comunica y logra
que estos avancen. Lo mismo si son negativas. Si el maestro está
convencido de que sus alumnos -o alguno de ellos- son incapaces, los
vuelve incapaces. Como dice Fernando Savater:
“Si piensas que tu alumno es un idiota, si en realidad no lo es,
pronto lo será”. Si, por lo contrario, el maestro está convencido de que
tiene en su salón un grupo de triunfadores, los vuelve triunfadores. Si
el maestro tiene una autoestima positiva, valora su trabajo y se
encuentra a gusto consigo mismo, la comunica a sus alumnos. Por el
contrario, el maestro amargado, sin entusiasmo ni ilusión, cubre toda la
acción educativa con un manto de pesimismo y frena el aprendizaje de
sus alumnos.
Evita toda palabra, gesto u opinión
ofensiva. (“Eres un inútil; no sabes nada; mal, como siempre…”) Subraya
siempre lo positivo, y sobre todo, no dejes nunca de querer a tus
alumnos. Querer a los alumnos no es alcahuetearlos ni abrumarlos con
ilusorias expectativas que les lleven a imaginar que son el ombligo del
mundo. Querer a los alumnos supone interesarse por ellos, por su
crecimiento y su desarrollo integral, alegrarse de sus éxitos aunque
sean pequeños y parciales y, sobre todo, nunca perder la fe ni la
esperanza.
* Tomado del blog de Antonio Pérez Esclarin
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